La reina del desierto by Alan Gold

La reina del desierto by Alan Gold

autor:Alan Gold [Gold, Alan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-04-01T04:00:00+00:00


Diez

Bagdad, 1917

LLEVABA ESPERANDO AQUELLA LLAMADA a la puerta desde que le dijeron que él estaba en la ciudad. Aunque sólo tenía unos veinticinco años, la gente ya lo tenía por un pionero en el arte de hacer emisiones radiofónicas, además de fotografías para revistas. Los artículos que había escrito sobre el frente europeo desde que Woodrow Wilson obtuvo autorización del Congreso para firmar la declaración de guerra el seis de abril, habían despertado el interés y fortalecido el espíritu del patriotismo en todo el territorio de los Estados Unidos, y cuando se supo que iba a ir a Oriente Medio, el Gabinete de guerra británico había dado órdenes de que se le tratara con gran consideración.

Desde luego, Gertrude comprendía que sólo había un motivo para que Lowell Thomas estuviera en Bagdad, y ése era informar sobre la rebelión árabe que ya iba adquiriendo vida e intención propias. Hasta Allenby, que ella creía que no tardaría en mandar como el rayo a Lawrence y a Faysal a Damasco, en Siria, hablaba de que el alzamiento de los Howeitat y otras tribus era fundamental para coronar el éxito británico.

Gertrude sabía que ciertos ambiciosos funcionarios de Europa se habían sometido a todas las exigencias de especial consideración periodística que les había planteado Lowell Thomas, como si fuera un director que giraba visita a la escuela. Pero Gertrude no tenía la mínima intención de repetir una conducta tan aduladora y servil. ¿Por qué debería hacerlo? Después de todo, ella era bastante conocida en Gran Bretaña, él no era más que un norteamericano, además ella era un diplomático británico de alto rango. Él no era más que un narrador de incidentes, mientras que ella era un motor esencial de la guerra contra los turcos. Lo haría esperar al menos dos llamadas.

—¡Adelante! —gritó por fin.

La puerta se abrió despacio. Entró un joven alto, lozano y entusiasta, vestido con un traje de un blanco cegador, sombrero flexible blanco y camisa negra. Su corbata era un caleidoscopio de colores y dibujos que hicieron estremecerse a Gertrude.

—¿Señorita Bell? —dijo el joven.

—Señor Thomas. Estaba esperándolo —contestó ella, y se levantó para saludarlo.

Él le estrechó la mano con firmeza; probablemente hubiera sido jugador de fútbol universitario. ¿No era eso a lo que se dedicaban todos los muchachos norteamericanos antes de llegar a adultos?, se preguntó Gertrude.

—¿Sabe usted quién soy?

—Yo soy la chismosa local de Gran Bretaña aquí en Mesopotamia. Estoy metida en todo.

—Entonces sabe que soy periodista y que…

—Que ha estado usted hace poco en Europa, contándoles a los norteamericanos lo que hacen sus chicos. Sí, señor Thomas, sé quién es usted y, quizá, por qué está usted aquí.

Él la miró sorprendido. Sólo hacía pocos meses que había informado por cable de su intención a su revista de Nueva York. Se sentaron y se sonrieron. Ella le ofreció agua de un jarro. Estaba aromatizada con anís, y, al tomar un sorbo, Lowell Thomas hizo un comentario sobre su estupendo y poco corriente sabor.

—Es un invento mío. Estoy muy harta del té de manzana y de canela, y del agua de rosas.



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